EN
BLANCO Y NEGRO
La tarde era soleada aunque
estábamos en el mes de Enero.
Las mujeres terminaban de
hacer el lavado de los platos después de la comida y los hombres, los que
venían a comer, habían vuelto al trabajo. Los niños estaban enredando en la
calle con sus gritos y juegos infantiles.
Sacaron sus sillas a la
puerta de la casa y con su toquilla por los hombros se sentaban con sus cositas
en las piernas calentándose con los rayos de sol que en esta tierra se
agradecen en los inviernos, unas cosiendo los sietes de la ropa, pegando
botones y haciendo remiendos en los calcetines con sus huevos de madera. Las
jovencitas bordaban sus pañuelos que llevarían en la cabeza el Domingo a misa,
las que iban que no eran todas, y las que podían hacían adornos para su futuro
ajuar, otras sus encajes de bolillos y competían en velocidad con sus vecinas,
las más mayores solo tomaban el sol y criticaban a todo lo que se movía.
En el balcón del primero del tercer portal asomaba
su cuerpo la que estaba peleada con todo el mundo y a la que nadie soportaba y
que se ponía a tender para jorobar un poco a todas.
En el balcón de al lado asomaba la figura en
su bata de seda y fumando un cigarrillo de una que se acababa de levantar, con
los churretes de pintura de ojos porque trabajaba de noche. Una bellísima
persona que todo el mundo quería y que siempre les llevaba regalitos a los
niños, una que era criticada por la de al lado, más por envidia de su porte que
por la perra vida que llevaba.
De la taberna de la esquina
salían los últimos borrachines que quedaban midiendo la calle de lado a lado y
esperando la bronca de su mujer porque todo lo gastaba en vino, hasta sus
neuronas enfermas de recuerdos, pobreza y abandono estaban también muriendo
lentamente.
Empezaba a caer la tarde
cuando comenzaban a encender las copas de carbón que calentarían su mesa
camilla esa noche como tantas otras y aliviaría en lo posible los efectos de la
humedad y el frío que tenía la casa. Había días malos en los que ”hacía frío
hasta en la calle” o llovía y entonces las tardes se hacían eternas, tristes y
deprimentes.
Los hombres comenzaban a
llegar del trabajo y algunos se fumaban un cigarro de picadura o un Ideal o un
Celta mientras se tiraban un vino peleón y rajaban de lo “reventaos que venían
del curro y to pa na”.
La calle comenzaba a oler a
puchero y pronto se oirían el “parte” en su radio y los ronquidos del vecino de
al lado.
La mujer, lavaba los
platos, arreglaba las cosas de los niños y las de su marido para el día
siguiente y se acostaba tarde, cansada y pensando en hasta cuando todo seguiría
en Blanco y Negro.
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