sábado, 30 de octubre de 2010

Que nada te coja por sorpresa


A los once años comprendí que nunca sería un gran pintor. A los catorce, que nunca sería un gran futbolista. A partir de entonces he estado abierto a toda clase de decepciones.

LAS BICICLETAS SIRVEN TODO EL AÑO


LAS BICICLETAS SIRVEN TODO EL AÑO


Desde muy niño tuve una atracción atávica por las bicicletas y desde que aprendí a caminar también lo hice a pedalear y así lo practiqué en mi niñez, juventud y madurez. Sentía refrescar mi cara mientras mi cuerpo sudaba a mares, las piernas se cansaban pero después de un trecho sin pedalear nuevamente estaban dispuestas para el esfuerzo, era algo sensual y sexual porque del mismo modo se comporta el cuerpo en situaciones de apareamiento.

Aquella mañana tras un largo paseo por carreteras de la provincia paré en la plaza de un  pueblo a descansar, era uno de esos pueblos donde todavía no han arreglado el reloj de la torre de la iglesia que sufrió un descuelgue en un terremoto del siglo pasado y donde el tiempo parece estar como el mismo reloj, una tabernita con su terraza en alto, una pequeña fuente en el centro con un chorrito de agua que amenizaba con su sonido el ambiente y varias casa cerraban el círculo que formaba, entre ellas la del Ayuntamiento. Unos bancos de madera repintados de verde eran el único lujo de mobiliario urbano que se permitía aquella placita.

Cuatro amigas estaban en el borde de la fuente hablando, todas de edades parecidas rondando los 26 a 30 años, tres estaban sentadas en el borde de la fuente y la otra en una bicicleta que por el tamaño la forma y lo antigua que era sería de algún familiar mayor que ella. Se mantenía ladeada apoyada con un pié en el suelo y el otro jugueteando con el pedal. Las cuatro iban bien ataviadas y peinadas no por ser domingo, sino porque eran los fines de semana cuando iban al pueblo desde la capital y eran esos los días en que se convertían en los señoritos del pueblo que tenían los chalets de los alrededores las hipotecas, los gastos de jardinero y por supuesto la barbacoa a mediodía y de noche, mucho güisqui y una semana para recuperarse del sueño atrasado y la acidez de estómago.
 Pero llamaba la atención la de la bicicleta por su pelo largo y rubio que agitaba a un lado y otro de la cabeza mientras hablaban y con las risas y  miradas a su alrededor. Visto desde mi atalaya las cuatro eran burguesitas de ciudad pasando el fin de semana en el pueblo donde tienen el chalet, pero la de la bici era mas nerviosa mas vivaracha. Palabras y tonterías de las “niñas” de esa edad pensé cada vez que se reían sin sentido para mí.

La ciclista estaba en un escorzo casi dándome la espalda y cuando ella hablaba subía y bajaba suavemente del sillín de la bicicleta, de cuero negro, terminado en punta roma y gruesa con forma de corazón. Llevaba una discreta falda de color rosa muy fina que se apretaba a la cintura y adaptaba a sus muslos con un perfecto ajuste dejando insinuarse un culo perfecto, claro que a esa edad cualquiera. Pero no era la delicadeza ni la armonía de sus formas lo que me llamaban en absoluto la atención sino como esas formas abandonaban la silla cuando el cuerpo se inclinaba hacia delante y se dejaba caer un poco sobre el cuadro de hierro de la bici. En cada movimiento de balanceo la punta roma y gruesa de la silla se adaptaba un momento entre sus nalgas, muy suavemente  se apartaba y volvía de nuevo a apoyarse. Todo se movía al ritmo de la conversación del grupo de amigas, había un movimiento de vaivén inacabable.

Entre esa parte del sillín y la humedad de su zona más íntima solo había unas finitas bragas y una tela de falda de raso que entraba y salía de forma imperceptible y repetida.

La chica seguía una y otra vez con su juego del vaivén gravitando aquella parte del sillín en el centro de ese melocotón enrojecido por la excitación y el roce de forma rítmica en una lenta cópula “per angostam viam”, el pelo se agitaba lado a lado  golpeando sus hombros y refrescando su cuello, el goce se hacía presente aunque sin dueño, estaba entregada por entero a una fuerza interior provocada por ella misma que además era la receptora de su provocación cual hermafrodita inocente buscando su propio yo sexual.
 
Todo se paró de pronto como el reloj de la iglesia, estaban las cuatro sentadas y una le pidió prestada la bicicleta a lo que se negó con la excusa de su falta de pericia en la conducción, siguieron hablando pero con menos vigor, se movía menos el pelo aunque hacía más aire y se agradecía.

Al final pensé si no tenía celos de prestar su bici para servir de autosatisfacción a otra persona.

Los maridos mientras, seguían discutiendo de fútbol y crisis en la barra de aquél bar mientras se atiborraban de cervezas.
La bicicleta con su deber cumplido descansaba sobre el filo de la fuente con un brillo muy especial en el vértice de su sillín.